El día apacible y soleado de principios de la
primavera, dio lugar a negros nubarrones que avanzaban como soldados en son de
guerra.
En vez del clarín y los tambores, el viento atravesaba los
árboles y los matorrales produciendo un ruido aterrador. Los jóvenes hojas,
recién nacidas, se movían al compás de las débiles ramas.
El crujir de las viejas pinos, con sus hojas
afiladas, la danza de los sauces y el remolino de las aguas turbias del río
mostraban un paisaje para nada alentador. Los isleños veteranos en estas lides
con la naturaleza, olían la llegada de la inundación.
Los que trabajaban en el monte, hachando
álamos o cazando nutrias, comenzaron a volver a las casas, como decían ellos,
las mujeres, guardaban a sus animales domésticos y acarreaban agua para subirla
a la casa. Lo chicos todavía podían jugar en los pequeños charcos formados por
el avance del agua desde el interior de la isla para juntarse con el ya crecido
río.
Las aves vuelan en bandadas como mensajeras de
que algo va a pasar, el viejo isleño, ya cansado de la vida, se sienta a
esperar con un pucho entre los labios, mira como perdido, no se sabe adonde.
Vaya a saber uno que pasaba por la cabeza del
viejo Garayoa, hijo de vascos, criado en la isla, conocedor de cientos de recovecos, de arroyos ignorados, de donde
estaba el mejor lugar para cazar o tirar un anzuelo.
La cara arrugada por mil soles, parecía un
bandoneón con cada chupada al cigarro. A su lado un fiel perro al que llamaba
cara sucia, un perro cualquiera que un día se aquerenció y se quedó con el
viejo, que por esos entonces no lo era tanto.
Compañero de correrías, hoy descansaba junto a
su dueño.
A lo lejos desde un bote lo saluda un vecino y
le pregunta si necesita algo. Poniéndose de pie y con un brazo en alto,
contesta el saludo y agradece su preocupación pero, no necesita nada.
Los habitantes de las islas son así,
solitarios y a la vez solidarios, saben que aunque vivan apartados unos de
otros son una comunidad y como tal actúan.
Saben quien vive solo y puede necesitar algo,
si hay algún enfermo, si alguna mujer esta sola con los hijos porque el marido
no volvió aún y se preocupan de que estén a buen resguardo.
La naturaleza continúa su recorrido y los
hombres los suyos. El ciclo de la vida sigue. El agua provee y el agua quita.
Todos lo saben y todos lo aceptan. Tanto los que viven a orillas del Paraná
como los que viven junto al Nilo legendario o al larguísimo Amazonas.
El sol esta bajando, ya se van prendiendo los
primeros faroles. Una ultima recorrida para ver que todo esta en orden. Una
gallina que se había escapado de su refugio es vuelta al mismo. Los chicos ya están
en la seguridad que les da la altura de su hogar, preparadas para estos casos.
La inundación ya esta alojada, no se ve una
sola mota de pasto. Las plantas mas pequeñas comienzan a quedar tapadas por el
agua pero como todo tiene su parte buena, el agua también une a la familia.
Los viejos cuentan historias a sus nietos, los
padres a sus hijos, a lo lejos se escucha un acordeón y por otro lado suena una
guitarra. Saben que como viene se va y cuando se vaya habrá que retomar la vida
habitual.
Si Dios, le dice al viento que cambié de
dirección, a la mañana pasará la lancha que llevará a los chicos a la escuelita
isleña. Las mujeres a limpiar el barro que dejó el agua en al casa y los
hombres a trabajar en el aún inundado monte.
Amanece en el Delta del Paraná, el viento
cedió y el agua comienza a bajar. Aunque sea con botas los isleños pueden
comenzar sus labores diarias.
A lo lejos una canoa pasa cerca de la casa de
Don Garayoa, el viejo esta sentado en silla favorita, al lado de el, su perro.
El hombre del bote, lo llama por su nombre
para saludarlo pero el viejo no contesta, el canoero solo recibe como
contestación, el lastimero ladrido del perro.
La isla, está de luto.
Edgardo R. Ieraci
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